8 de enero de 2013

          Aquellas caricias que se inmiscuyen en tu camino, esas que provocan sacudidas, escalofríos, temblores... te hacen odiar del placer, despistan la mente desbaratando los recuerdos, te hacen sentir perdido, no hay huellas, solo existen pisadas.
          Son imbatibles, infinitas, jamás desaparecen ni se rinden. Recorren cada esquina del cuerpo, advirtiendo de su forma de ser, avisan, desean no llamar la atención porque en realidad son tímidas, y se esconden en nosotros.

          Pueden cobrar cualquier forma, incluso formas invisibles, casi siempre son invisibles, no quieren ser vistas, ciertamente viven y se muestras desapercibidas por casi todos.

          Un segundo es lo que son capaces de permanecer fuera de si mismas, el resto del tiempo las guardamos nosotros, y con mucha fuerza apretamos las manos para no soltarlas jamás.
          Aquellas estancadas en la azotea, que dan por sentado todo cuanto ven, no se preguntan el por que de absolutamente nada.
          Responden como bombas ante los demás disfrazándose de partículas en el aire girando tuercas en cada calle que visitan y en cada persona que conocen. Suceden de forma concisa, de forma pura como ellas mismas nubladas por una ceguera casi permanente.
          Aquellas que reparan las fisuras del después de una noche encendida.

          Aquellas caricias que odian dormir.

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